Luis Herrero es un periodista metido a político que siempre se ha caracterizado por no poseer grandes cualidades, pero si muy buenos padrinos. Siempre ha pertenecido (en eso se parece mucho a Aznar) a ese grupo social que ha conseguido estar en la cima tanto en la dictadura, la transicción o la democracia; podríamos llamarlo "grupo corcho", el que siempre flota.
Luis Herrero está alineado con sus amigísimos Pedro J. y Losantos en la tarea de echar a Rajoy de la cabeza del PP, y en esa labor, ha escrito un artículo en El Mundo donde arremete contra Rajoy y hace autocrítica por los resultados del PP.
Luis Herrero está alineado con sus amigísimos Pedro J. y Losantos en la tarea de echar a Rajoy de la cabeza del PP, y en esa labor, ha escrito un artículo en El Mundo donde arremete contra Rajoy y hace autocrítica por los resultados del PP.
EL MUNDO
TRIBUNA LIBRE
LUIS HERRERO
Rajoy en el laberinto
Visto por televisión, el único modo de saciar el hambre de novedad -que debería ser el apetito distintivo de cualquier debate de investidura- era entretenerse en ver las caras de los ministros que intuyen su presencia en el banco azul por última vez o jugar al juego de dónde está Wally, siendo Wally, un suponer, el nuevo diputado raso Eduardo Zaplana o ese astro de órbita tan breve llamado Manuel Pizarro. Y oído por la radio, ni eso.
Yo confieso que seguí la mayor parte del debate a través de la radio, y menos mal que de vez en cuando los oradores se dirigían a Zapatero como «señor candidato» porque, de lo contrario, hubiera tenido la sensación de que estaba asistiendo a un Debate sobre el estado de la Nación de curso rutinario. No sé si es que me tira demasiado la querencia de la militancia, pero tengo para mí -acaso me equivoque- que el debate de ayer era más importante para Rajoy que para Zapatero. No es el candidato a la Presidencia del Gobierno quien está en apuros. Es Rajoy el que se encuentra en el ojo de un extraño huracán de brote silencioso. Apenas hace ruido porque los agentes que lo provocan prefieren decir una cosa en voz alta, que todo está bien en las filas del PP, y otra distinta en voz baja: la contraria. Pero el hecho de que la tormenta sea poco ruidosa no significa que carezca de proporciones considerables.
El liderazgo de Rajoy está en un brete y lo peor que podría pasar es que todo el mundo lo supiera menos él. Sin embargo, esa fue la imagen que dio ayer: la de estar en babia. Es verdad que hizo un discurso correctísimo, coherente, bien articulado y eficazmente leído. Pero también lo es que resultó llamativamente extemporáneo. Ese mismo discurso, dos meses antes, hubiera estado más vigente que ayer.
No sé por qué Mariano se empeña en posponer tanto el análisis de los resultados electorales. Hay más de diez millones de personas que arden en deseos de conocerlo. Si esas personas tuvieran que deducirlo por las imágenes que han visto tras el 9 de marzo llegarían probablemente a la conclusión de que los dirigentes del PP están encantados con el líder que tienen. Primero fue la ovación de los miembros del Comité Ejecutivo cuando anunció que seguía en la batalla; después la ovación de la Junta Directiva Nacional cuando anunció los recambios en el grupo parlamentario, y, ayer, la ovación de los diputados cuando finalizó su discurso en el debate de investidura. Desde el 9 de marzo, Mariano ha ido de ovación en ovación. ¿Es eso todo lo que tiene que decirle el PP a sus votantes después de haber perdido las elecciones?
Ayer Rajoy desperdició una oportunidad más -y van cuatro consecutivas- para decirnos a los suyos en qué piensa cambiar, si es que piensa cambiar en algo. A juzgar por lo que dijo me inclino a pensar que muchas ganas de cambio no tiene. Su discurso fue un suma y sigue, un más de lo mismo, una ración doble del mismo menú al que se le atragantaron las urnas. A mi juicio, lo único imperdonable en política -golfadas aparte- es tropezar dos veces en la misma piedra. El PP ya se equivocó hace cuatro años en el análisis del resultado electoral. Ahora sería horroroso que sucediera lo mismo.
La puñetera pereza mental se conformó con la excusa más fácil para explicar la penúltima derrota: el 11-M. La idea de que sin 11-M el PP hubiera ganado se instaló en el ánimo del partido con tanta unanimidad que nadie quiso mirar más hondo. Las encuestas post-electorales (que se equivocan tanto como las pre-electorales, pero que gozan de mejor reputación no se sabe muy bien por qué) dijeron en su día que un montón de gente se había movilizado a última hora, bajo el shock anímico del atentado, y había acudido a votar al PSOE in artículo mortis. La consecuencia de ese análisis era que, cuatro años después, sin urgencias emocionales de por medio, esa numerosa porción del electorado se quedaría en su casa. El PP ganaría por muerte dulce, gracias a la abstención de esa parte de la izquierda que no suele votar y que, si lo hizo en 2004, fue por causas tan excepcionales. Falso de toda falsedad.
El índice de participación, cuatro años después, ha sido equivalente al de entonces y el PP ha vuelto a perder por un porcentaje muy similar. Con todo, lo peor fue la cara que se nos puso al finalizar el escrutinio. No lo esperábamos. Ese es el problema básico del PP: su incapacidad para escuchar el ruido de la calle. Vivimos en una burbuja, con información retroalimentada por nosotros mismos, en un mundo chato donde sobreabundan la desconfianza, la hipocresía, la fragmentación de las taifas y una pavorosa anemia institucional que no sólo impide el debate interno sino que, además, lo penaliza severamente.
Ojalá no me pase nada por escribir esto. Las reuniones de los órganos internos se han convertido en meros actos de liturgia inútil. Es más trascendente lo que pueda pasar durante un almuerzo en un reservado de Zalacaín con sólo dos comensales ilustres que cualquier reunión institucional del partido. Lo que ahora está de moda es la demanda de disciplina irracional al jefe. Todo lo demás son ganas de tocar las narices.
Ese panorama ha impedido que el PP tome conciencia de su principal problema ante la opinión pública: lo cierto -creo- es que es percibido por un sector de la sociedad -la no incondicional, se entiende- como un partido antipático, altivo, hosco y más gruñón de lo razonable. Gente que tenía ganas de echar a Zapatero no ha votado al PP porque hacerlo le daba dentera. La imagen del partido todavía es demasiado refractaria. Pero eso no significa que la culpa haya sido de los rostros -Acebes o Zaplana, por seguir con el tópico-, ni tampoco del argumentario de la legislatura. El problema es de talante. El eslogan del PSOE nace de su capacidad para detectar los puntos débiles del adversario.
ZP supo construir su estrategia, eludiendo la carga negativa que aún soportaban las siglas del PSOE, sobre la base de sobrepujar el talón de Aquiles del PP con el antídoto más adecuado. Un buen marketing -infinitamente mejor que el nuestro, sin duda- hizo el resto. Si a alguien le cuesta creerlo, que piense en Rubalcaba: ¿Acaso es un rostro más renovador que el de Acebes o Zaplana? ¿Acaso son sus ideas más liberales o modernas? Hay espacio más que suficiente entre la defensa de las propias convicciones y la amabilidad, pero al PP le cuesta mucho encontrarlo. La solución no pasaba por haber evitado la discusión sobre el 11-M, pongo por ejemplo, sino por haber cambiado el tono. Tuvimos tanta avidez de puño de hierro que, al final, se nos olvidó el guante de seda.
Con todo, lo más grave no ha sido eso. El PP ha permitido que se instale en la opinión pública la idea de que en su seno conviven dos almas distintas. La caricatura es: gallardonismo es centrismo renovador y acebes-zaplanismo es carcundia rancia y antediluviana. El alma blanca defiende las ideas modernas, descentralizadas, tolerantes y abiertas. El alma negra defiende las ideas arcaicas, centralistas, impositivas y cerradas. Durante cuatro años, la percepción dominante ha sido la del PP yendo y viniendo de un alma a otra: los lunes, miércoles y viernes parecía más proclive a una y los martes, jueves y sábados más proclive a la otra. Y los domingos, por aquello de la variedad de suplementos dominicales, a las dos al mismo tiempo.
El PP ha defendido a la vez la idea de un Estado fuerte, con competencias blindadas, y la idea de nuevos estatutos de autonomía que debilitan aún más la fortaleza competencial del Estado. El PP ha defendido formalmente la supremacía de los derechos individuales, sobre la base de la libertad y la igualdad, pero de hecho ha escoltado la defensa de los derechos territoriales, con menoscabo de los individuales, favoreciendo un escenario de desigualdad basada en privilegios residenciales. El PP dice que no le importa el fulanismo, pero la única autocrítica post-electoral ha consistido en decir que cambiarán algunos nombres de la segunda línea.
El PP, a mi juicio, aparece ante los ojos del ciudadano del común como un monstruo de dos cabezas. No haber cortado esa imagen, no haber construido un discurso único, coherente, consecuente y claro ha sido letal. Ayer tuvo Rajoy la oportunidad de comenzar a enmendar el error pero, a mi juicio, la malogró. Aún sigue perdido en su laberinto.
Luis Herrero es periodista y diputado del PP en el Parlamento Europeo.
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